Primavera en Berlín
El día que mis papás regresaron de su viaje para celebrar el cincuentenario de haberse conocido, ya llevaba yo un buen tiempo esperándolos para contarles en persona todo lo que había sucedido, las últimas semanas, durante su ausencia.
Parece que el tiempo está pasando cada vez más rápido. Hoy hace ya tres semanas y media que estaba pensando: si todo salió como lo planearon, en este momento mis papás han de andar en alguna ruina maya del sureste de México.
Unos días después de que mis papás se fueron, me asignaron escribir algo con motivo del cincuenta aniversario de la pandemia del 2020, que azotó casi todos los rincones del planeta y que, hoy sabemos, solo empezó a controlarse a mediados del 21.
Mientras platicaba los detalles del trabajo, en la oficina del editor en jefe, recordé que mi mamá me había contado, muchas veces, varias anécdotas al respecto, y mi mismo jefe, el señor Vidal, un catalán amante de la historia, los libros antiguos hechos a mano, del jazz y de los buenos tintos italianos, me comentó que mis papás de seguro recordarían “la pandemia de los veintes”.
Al comenzar a escribir, empecé a poner en orden toda la información que mi mamá y su esposo, mi padre adoptivo, me habían dado a través de mil pláticas. Aquellas charlas de todos los temas posibles, eran su recurso favorito, y el mío, para hacerme dormir cuando era niño. Por cierto, mis papás, cada uno a su manera, eran excelentes narradores: mi mamá era maestra, detallista, ordenada, amena y muy chistosa; pero era mi papá, quizás por su oficio de escritor, el que siempre lograba satisfacer mi curiosidad de niño, y contestaba todos mis por qués, hasta que me quedaba dormido.
Una tarde, releyendo “El Quijote” me distraje atando cabos y recreando, una vez más, lo que tantas veces había oído. Llegué a la conclusión de que no solamente mi mamá había sido en verdad testigo presencial de muchos acontecimientos de la época, sino que sorprendentemente, también había sido uno de los personajes principales, al igual que mi papá, de un evento cuya crónica fue publicada en el Toronto Star, un periódico canadiense, fechado el primero de junio de 2020.
Cuando sentí que el primer borrador estaba terminado, me di cuenta de que al escrito, aunque sonaba coloquial, como me lo había propuesto, le faltaba información. Faltaban detalles, algunos chismecillos y datos generales; así que le pedí un poco más de tiempo a don Roberto Vidal, y comencé a investigar a fondo el caso Covid-19, que más bien sucedió en los veintes.
Lo que poco a poco fui descubriendo, no fue nueva información, sino una serie de coincidencias, causalidades y conexiones extrañas, de esas que hacen dudar si el destino de veras existe, o si la fatalidad y lo inevitable son cosas reales.
Muchas historias y leyendas han surgido acerca de la pandemia 2020, historias y leyendas que han pasado a formar parte de la memoria colectiva. Ahora, recordamos principalmente las cosas, que según nosotros, fueron producto de la ignorancia de aquel tiempo:
La falta de preparación para enfrentar una emergencia en materia de salud pública, la poca atención y seriedad que algunos gobiernos mostraron, especialmente en los países “desarrollados” la negación total de la realidad evidente, la negligencia rampante y otros aspectos de la estupidez humana. Hoy, la historia ha establecido que esos hechos fueron determinantes para que el virus se propagara de manera exagerada, y en algunos casos, totalmente fuera de control.
Por fortuna, los datos de mayor relevancia están excelentemente documentados, y para los interesados en estadísticas, gráficas, detalles científicos, etcétera… existen suficientes fuentes de información: desde artículos ligeros, hasta ensayos y tesis con rigor estrictamente científico.
No faltaron, por supuesto, las especulaciones y las teorías idiotas, de que todo era producto de una conspiración, y dependiendo de los perpetradores de tales “teorías”, los culpables inventados, eran siempre diferentes.
En un lapso relativamente corto, tan solo cincuenta años, los cambios en las ciencias y las prácticas de comunicación han sido intensos, y afortunadamente, para bien. En aquel entonces (los veintes) cualquier persona podía publicar su opinión acerca de todo y en todas partes, sin que sus opiniones, escritos, “investigaciones” etcétera, fueran checados, o corroborados por nadie. Abundaban así, “noticias y opiniones” que declaraban, todas ellas, ser la única verdad, sin importar en lo más mínimo que el origen de tal “verdad” lo hubiera llevado a cabo algún organismo de investigación avanzada, como Johns Hopkins Medicine, o que solo fueran elucubraciones absurdas de un analfabeto desvelado frente a un monitor, en algún cuartucho de algún suburbio aburrido; o la opinión de una bola de politiquillos corruptos e ignorantes, diciendo pendejadas en la casa de gobierno, situada entonces, en la ciudad capital de lo que fue estados unidos.
Hoy, nos es difícil entender, porque esa práctica, que solo contribuía a incrementar la estupidez y el caos, no fue solo permitida, sino alentada y aplaudida.
El abuso masivo y casi universal de las entonces llamadas redes sociales, fomentó la creencia de que todo el mundo era poseedor de la verdad absoluta. La internet se atiborró de publicaciones declarando cosas tan absurdas, como que los terroristas marxistas y musulmanes habían creado un arma biológica para sabotear el hoy difunto sistema capitalista, que todo era producto de los intereses económicos de los laboratorios, que los chinos eran los únicos culpables, que el virus era producto de la ira de jehová, o cualquier otra burrada por el estilo. Tampoco faltaron las ideas lúdicras acerca de los “remedios milagrosos”, de la panacea al alcance de la mano y se llegaron a oír y publicar cosas extremadamente absurdas: inyectar blanqueador a base de cloro a las personas afectadas por el virus, así mismo se argumentó que el dióxido de cloro, no solo curaba, sino que prevenía a quien lo tomara de contraer la enfermedad, ya que: – “está científicamente comprobado, que el cloro ayuda a funcionar mejor a los glóbulos blancos y en general a todo el sistema inmunológico”.
Desafortunadamente, las estadísticas e investigaciones biotécnicas actuales muestran que a pesar de un sinnúmero de advertencias por parte de la comunidad científica y los organismos de salud, durante la pandemia 2020; mucha gente sana falleció debido al uso de alguno de estos “remedios milagrosos” en su intento ignorante de no contagiarse.
En el curso de mi investigación, di con el artículo del Toronto Star, que inmediatamente me llamó la atención porque se refería, precisamente, a la historia que tantas veces había oído contar a mis papás.
En Berlín, como en otras ciudades grandes del mundo, algunas de las recomendaciones para salvaguardar la salud pública, como la de conservar una distancia segura con otras personas para reducir el riesgo de contagio (dos metros como mínimo), se convirtieron en ley como medio de coerción para que los necios cumplieran con una cosa tan lógica y necesaria. De tal modo, los infractores, que abundaban, podían ser multados con una sanción económica.
Una de las muchas medidas tomadas en el mundo de la pandemia, fue pintar en el suelo unas líneas rojas, o amarillas, a cada dos metros en el exterior de las tiendas, para que la gente que esperaba para entrar, hiciera cola y guardara la distancia exigida por las autoridades en salud pública. Además, solo se permitía la entrada a los establecimientos, a un número limitado de personas.
En un día primaveral de sábado en la mañana, llegó a una de esas líneas de espera, un tipo raro que se acercó demasiado a la persona que estaba enfrente de él: una mujer como de veintitantos años, bastante atractiva y visiblemente embarazada. La muchacha, se acomodó el cubrebocas y se movió hacia adelante para darse más espacio, pero no tanto como para incomodar a quien estaba enfrente de ella: un hombre moreno, también en sus veintes, cargando una cámara fotográfica. El recién llegado, con actitud de despistado, se movió hacia ella y se le acercó aún más. La muchacha encinta, volteó a verlo con un gesto de incomodidad. No he podido averiguar si el tipo se dio por enterado, y simplemente la ignoró, o si realmente ni cuenta se dio de lo que estaba haciendo. Era un hombre también en sus veintes (¿o treintas?) corpulento, pero gordo, y aunque no estaba sucio, se veía desaseado, tal vez por traer unos tenis desabrochados, con calcetines negros, y llevar puestos unos shorts guangos y una camiseta para hacer ejercicio. Sus movimientos eran torpes y forzados, y el vello facial casi dorado, desaliñado y disparejo, le daba un aspecto desagradable.
Más tarde me enteré, que este individuo, era fanático acérrimo al futbol y que trabajaba por hora, y por cash, en varios trabajos de construcción, a pesar de estar cobrando seguro de desempleo del gobierno de Berlín, su ciudad natal.
Seguramente, también contribuyó en que no estuviera muy consciente de lo que sucedía a su alrededor, el hecho de que como después se supo, no era muy inteligente. Además, estaba totalmente ido, metido en vociferar maldiciones en su teléfono. Y mientras seguía barbotando pendejadas en su celular, se le iba acercando cada vez más, a la mujer embarazada que estaba enfrente de él.
Esta vez, Sofía le lanzó una mirada de reto.
– ¿Qué te pasa, algún problema? – Preguntó él, retirándose el teléfono del oído.
Con voz baja, pero segura, ella le contestó que por favor mantuviera su distancia.
El gordo, ignorándola por completo, y con actitud de reto, se le acercó aún más. Esta vez, la cercanía rebasó la incomodidad, pues la distancia era tan corta, que aun sin estar en medio de una epidemia global, rayaba en la invasión del espacio personal, y en la “pocamadréz” sobre todo porque el canalla seguía gritando estupideces a voz en cuello en el teléfono. Sofía volteó a verlo una vez más, pero esta vez con cara de disgusto y enfado, lo cual no le pareció al grandulón, quien le volvió a preguntar, más agresivamente, si tenía algún problema.
-Sí, le respondió ella, -estás demasiado cerca, debes mantener al menos una raya de distancia. –
– ¿Una raya, cuáles rayas? – preguntó él, con tono altanero.
– Las que están pintadas en el piso – respondió Sofía, señalando hacia abajo.
El tipo, que era un brabucón obstinado, necio y abusivo, no recibió bien los comentarios de Sofia, y su arrogancia, ignorancia y falta total de control, inmediatamente lo empujaron a contestar, a gritos, una letanía de insultos de mal gusto.
La gente a su alrededor quedó sorprendida, pero permaneció muda. Por un instante, nadie dijo ni hizo nada. El estupor momentáneo llenó al bellaco con una suerte de euforia, un sentimiento obtuso de poder.
– Cómo te atreves a decirme lo que debo hacer, pinche vieja idiota. A mí la pandemia, las reglas imbéciles, las rayas y tú, me valen madres – vociferó.
En ese momento, y como por acción refleja, el hombre delgado y bien parecido que estaba delante de Sofia volteó, disparó su cámara varias veces, y retó al agresor.
– Oye, la señora tiene razón, si los expertos en salud pública están exigiendo una distancia mínima, todos debemos acatar las reglas. –
– ¿Y a ti quién te mete, maricón?, además yo no tengo nada. –
– ¿Cómo sabes que no tienes nada? – le preguntó Sofía.
– Porque esto del Coronavirus es puro cuento del gobierno para controlarnos. –
– Pues fíjate que, según datos de ayer, ya pasamos los seis millones de contagiados, y hay 350,000 muertos en todo el mundo -, replicó Sofía
– ¿Puro cuento, idiota? Añadió el fotógrafo.
Antes de que la insipiente discusión continuara, el bellaco, llamémosle “Bob”, la emprendió contra el de la cámara, primero a patadas y después a empujones y puñetazos; nada certeros, por cierto. Un golpe fallido, hizo que Bob cayera al suelo, así que el otro siendo más ágil, aprovecho la ocasión y se le fue encima. Le dio un par de bofetadas en la cara mientras estaban en el suelo, pero Bob, más pesado, lo neutralizó abrazándolo hasta que sus caras quedaron casi juntas. En ese instante, casi como en una imagen congelada, Sofía advirtió que el periodista, aunque no profusamente, sangraba por la nariz.
Por razones que todavía no entiendo, parece que el nombre real de Bob nunca se dio a conocer, y aunque revisé en varios archivos gubernamentales, nunca he estado completamente seguro de su verdadera identidad. Dudo que fuera de Berlín, como el profesaba. Aparentemente estuvo enrolado en el ejército, encuartelado por un tiempo en el noreste de Alemania, cerca de la frontera con Polonia.
Mi mamá me platicó, que al terminar la bronca, también el bobalicón tenía sangre en la cara, pero no alcanzó a distinguir si era él el que sangraba, o si la sangre era del fotógrafo, ya que cuando estuvieron forcejeando en el suelo, sus rostros estuvieron tan cerca, como para intercambiar fluidos.
Cuando llegó la policía, el primero en ser detenido fue el periodista, y nunca nos ha quedado claro si la razón fue porque en el momento en que los policías se bajaron de la patrulla, él estaba encima de Bob, o porque él era visiblemente árabe, y los policías y Bob, visiblemente blancos.
Un par de días antes del altercado, la noticia del asesinato de dos civiles negros, desarmados, a manos de policías blancos, en estados unidos (el último país de la historia, en practicar la esclavitud) provocó el escalamiento de la tensión racial. Las marchas y protestas públicas, que se organizaron al por mayor, fueron “controladas” brutalmente por las fuerzas policiacas y en algunos casos, con la intervención del ejército. Las protestas se extendieron a casi todas las grandes ciudades del mundo; y al igual que el virus, estos desastrosos incidentes afectaron de manera profunda el desarrollo de la vida cotidiana en casi todos los rincones del planeta. Berlín, no fue la excepción.
La gente que presenció el incidente solamente vio un pleito absurdo, provocado por un tipo necio y fanfarrón, que no pasó a mayores. Incluso los más observadores, jamás se hubieran podido imaginar lo que el tiempo estaba tejiendo.
La noche que mis papás regresaron fue un evento singular, no solamente por la larga espera y la emoción de volver a verlos, sino por la plática que tuvimos, llena de misterios y casualidades.
Fue una larga charla: empezamos en un cafecito del aeropuerto, con toda la familia: mis papás, mi hermana Lucy y su esposo, mi sobrina Laura y yo. Continuamos con una parada en un bar tomando cerveza, y terminamos todos en el estudio de mis papás, bebiendo tinto, ya avanzada la noche.
Entre otras cosas, nos contaron que en una cena para la prensa internacional, que se celebró en Toronto, una de las personas con las que compartieron la mesa, era uno de los periodistas que había cubierto, hace cincuenta años, el velorio de un personaje importante, en Berlín.
Durante la cena, también se revelaron extrañas coincidencias: mi papá y su reciente amigo, Monzur, habían crecido en dos ciudades muy cercanas en Irak, al sur de Bagdad; sus familias emigraron cuando ellos eran niños: la de Monzur a Canadá, la de mi padre a Inglaterra, y los dos estudiaron periodismo, aunque mi papá es más poeta que periodista, y desde ese entonces, solo se dedica al periodismo como recurso para ganar un poco de dinero. También se enteraron de que Monzur fue el autor del artículo del Toronto Star, fechado el primero de junio de 2020.
Curiosamente, ni mi mamá ni mi papá supieron con certeza, a pesar de las pistas que agarraron al vuelo la noche de la cena con Monzur y su esposa, de todos los pormenores del caso, y solo se les aclaró por completo el día que fuimos a recogerlos al aeropuerto, al regreso de su viaje para celebrar el cincuenta aniversario de su primer encuentro.
A raíz del incidente en la fila de espera, mi mamá comenzó una relación con el hombre que la defendió, quien más tarde sería mi padre adoptivo. Tiempo después, la noche de un viernes lluvioso de septiembre, mis papás se citaron en una funeraria donde mi papá había conseguido un trabajo freelance de fotografía. El velatorio, estaba en el camino entre la escuela donde trabajaba mi mamá y el estudio de mi papá. Por mi parte, yo también, sin saberlo, estuve ahí esa noche, y habría de nacer al día siguiente.
Lo que siempre me ha llamado la atención en casos como este, es la secuencia de hechos que surgen de encuentros aparentemente fortuitos y desconectados, y que normalmente pasan desapercibidos porque, normalmente, no les prestamos la atención debida.
El día de la trifulca que se armó en la cola para entrar a una tienda (de cuyo nombre no quiero acordarme) – el muchacho delgado de aproximadamente veinticinco años, que intercedió en favor de una mujer embarazada – así lo describió Monzur en el periódico, estaba en el periodo más contagioso como portador del SRAS-CoV-2.
Su caso no fue serio, y después de un par de semanas con síntomas ligeros, aislado y en su casa, se recuperó por completo. Su tercera prueba resulto negativa.
Por otro lado, solo después de varios meses, de estar listado como grave, en la unidad de cuidado intensivo – el bellaco que maltrató a una mujer embarazada y golpeó a un periodista – salió al fin del hospital.
A su funeral solamente asistieron los miembros más cercanos de su familia.
Por otro capricho del, digamos destino, uno de los reporteros que estaba cubriendo el funeral de un personaje famoso, que se estaba llevando a cabo en la misma funeraria el mismo día y a la misma hora, era el mismo periodista que el muerto había golpeado, varias semanas antes, en la cola para entrar a un almacén. De estos hechos, Bob nunca tuvo la oportunidad de enterarse.
Tomando las precauciones sugeridas por los expertos de salud pública:
Nadie se acercó mucho al féretro.
V.M.
7/VII/2020
Excelente cuento. Me gustó mucho.