La voz no se iba, ni se inmutaba ni tan solo un poco; hiciese lo que hiciese. Estando en las más concurridas y alegres fiestas, estando en la más solemne soledad, bajo la más grande y pecaminosa borrachera o bajo la mas profunda y sensata sobriedad; la voz continuaba ahí, en el maldito infierno de mi cabeza.
Entendí con el tiempo que no dependía de lo que hiciera o de mi estado emocional, tampoco era algún malestar psicótico mis varios títulos universitarios e investigaciones en esa rama podían dar fe ello. Lo que sí sabía, es que aquella voz no se iría, y soportarla un día más ya no era una opción. Así que decidí tener la firme y lógica convicción de que se trataba de la voz de Dios. Así es, Dios me habla, y no dejará de hacerlo hasta que lo obedezca. Y por todos los demonios ya quiero que se calle, así que, si obediencia quiere, obediencia tendrá. Todo para por una maldita vez dejar de escuchar ese repetitivo: “mátate, mátate, mátate”. Después de todo, quién soy yo para desobedecer a Dios.